viernes, 4 de noviembre de 2011

HISTORIAS DE HALLOWEEN

 EL CAPITÁN AMÉRICA
Desde muy chico me di cuenta de que el patriotismo exacerbado era un tipo de locura que puede provocar serias lesiones mentales. Lo supe por lo que ocurría con Alfredo Mendoza, uno de mis más queridos amigos del barrio. Su papá era un ogro nacionalista, un hooligan del Perú, un lejano sobrino-nieto de Velasco Alvarado que creía que la patria estaba por encima del universo. Peor que Isaac Humala era.

La desgracia de mi amigo llegó a su punto más tenso la primera vez que quisimos salir a pedir Halloween. Tendríamos ocho años. Poco antes del 31 de octubre la mamá de Alfredo le comentó al marido que iba a comprarle a su hijo un traje del Capitán América para la noche de brujas. Al viejo Mendoza casi se le revienta el hipotálamo de la indignación. En medio de gritos se opuso ferozmente a que su hijo se paseara por las calles dando crédito a una fiesta que él prejuiciosamente catalogaba de apócrifa, pagana y extranjera. “Nada de jalouin, mujer. Esa es una cojudez inventada por los gringos”, vociferó.

Llegó la noche de Halloween y todos los niños de la cuadra se dieron cita en mi casa. Mi sala parecía El Salón de la Justicia: estaban Supermán, Aquamán, Batman, Robin, el Hombre Araña y hasta la Mujer Maravilla, encarnada por la preciosa Bárbara Herrera, la niña del chalet de enfrente, que para mí era la mujer maravilla con o sin disfraz. Yo, vestido de Llanero Solitario, desentonaba un poco al lado de tanta celebridad.

La comitiva estaba lista para salir cuando, de repente, sonó el timbre. “Soy Alfredo. Voy a ir. Mi papá me dio permiso”, se escuchó del otro lado del intercomunicador. Un chillido de alegría general se esparció bajo el techo. Instantes después, cuando lo vimos entrar, se nos descolgó la boca, en una inconsciente reacción que combinaba la sorpresa, la intriga y ciertamente la burla involuntaria. Todos esperábamos ver a Alfredo de azul y rojo, con una estrella en el pecho y un escudo redondo, como el Capitán América. Lo que vimos, en cambio, nos dejó helados como adoquines.

Tenía el pelo revuelto lleno de talco, una abultada barba en punta hecha con algodón de botiquín, más unos bigotes largos dibujados con un corcho quemado. Si su maquillaje era una decepción y un desconcierto, qué decir de su indumentaria: un enorme saco fúnebre cuyas mangas no dejaban verle las manos; una camisa de paño que apestaba a naftalina; una corbatita de juguete y unos polvorosos zapatos de charol de tacón cuadrado que había heredado de su abuelo (o de su abuela, nunca me quedó muy claro).

–¿Quién se supone que eres?–preguntó, contrariadísima, la Mujer Maravilla, mientras se acomodaba uno de sus brazaletes de cartulina.
–Sí, oye, ¿de qué te has disfrazado?–indagaron en coro todos los demás superhéroes, igualmente atónitos.
–De Nicolás de Piérola–contestó él, avergonzado, mientras la barba de utilería comenzaba a despegársele del cachete.
Era el colmo. El padre le había dado permiso para participar de nuestra comparsa de Halloween con la delirante condición de que se disfrazase de algún ilustre patriota. Así, con ese truco canalla, el viejo Mendoza inauguró a su hijo en una horrenda tradición que continuaría año tras año. En las sucesivas noches de Brujas, nos acostumbramos a los inauditos disfraces de Alfredito: José Olaya, Francisco Bolognesi, Miguel Grau, Leoncio Prado, Jorge Chávez. El acabóse fue cuando se disfrazó de Alfonso Ugarte y se paseó por toda la manzana montado sobre Goliat, su bulldog. El pobre perro –con unas crines pintadas y una cola de caballo pegada al rabo con cinta scotch– lloraba de miedo cada vez que Alfredo lo hacía saltar desde el balcón, su improvisado Morro de Arica.

Hoy Alfredo vive lejos. Lejos de su padre, del Perú y de sus héroes. Trabaja en Miami y está casado con una californiana que no habla ni jota de español. Una vez me envió por mail una foto de Zack, su primer hijo, en Halloween. El niño, como no podía ser de otra manera, estaba disfrazado de Capitán América.
 Renato Cisneros. Fuente: Diario 16

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